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¡Ése es el espíritu!

Llevados por la alegría de salir a disfrutar de la belleza de la naturaleza durante la primavera, solemos pasar por alto lo inestable que es el clima en esta época del año, y lo equivocados que pueden llegar a estar los pronósticos meteorológicos.

Anuncian que no lloverá, pero terminas empapado de arriba abajo, que fue precisamente lo que me ocurrió el otro día.

Después de comprobar en la aplicación del móvil que estaría únicamente nublado pero sin llover, salí a caminar al bosque con el cielo gris.

Tome una ruta larga y bajé por los senderos internos que hay entre los pinos, en los cuales, se pueden encontrar las flores de lavanda silvestre y tomillo.

Justo cuando estaba por llegar al espacio plano y abierto de la Carretera de las Aguas, se escucharon los primeros truenos de presagio de tormenta, que confirmaban que el pronóstico meteorológico estaba muy, pero que muy equivocado.

En cuestión de segundos, las escasas gotas de agua se transformaron en una leve llovizna que pasó a ser lluvia intensa con el cielo -ahora sí- cubierto de nubes negras.

En cuanto pude, me refugié debajo de unos árboles muy grandes y frondosos, en donde la tierra aparentaba estar completamente seca.

Vista a Barcelona desde la Carretera de las Aguas.

El refrán dice “que bonito es ver llover y no mojarse”, pero que bonito es el sonido de la lluvia en el silencio del bosque, sin el ruido de mis pasos, ni los golpes del viento que cuando están presentes, terminan por opacarla.

Mientras esperaba, vi venir a un par de señoras mayores de 80 años, que caminaban a paso rápido con sus bastones de senderismo en mano. Al acercarse, escuché cómo la señora que llevaba puesta una chaqueta impermeable con capucha le decía a la otra:

“¡Te estás mojando!”

“Qué va, si esto me cubre muy bien”, le respondió su compañera sin aflojar el paso y señalando su bonito anorak de plumas corto sin capucha, pero con la cabeza cubierta con un gorro de ducha transparente del que escurrían enormes gotas que le empapaban toda la cara.

Imagino que su amiga no estaba tan convencida -ni yo- al ver la diferencia de color en la tela que evidenciaba que el anorak no era impermeable, y sin aflojar el paso, le insistió con tono preocupado “¡pero te vas a enfermar!”, quizá para convencerla de que dieran la media vuelta para volver.

Sin disminuir el andar, su amiga se quitó las gotas que le caían por la nariz con un “estoy bien” y “no te preocupes”, y cambiaron la conversación mientras se alejaban caminando con el mismo vigor debajo de la lluvia fuerte que caía en esos momentos, igual de contentas y animadas, y sin siquiera mostrar un atisbo de interés en refugiarse debajo los árboles, igual que lo estaba haciendo yo.

“Ése es el espíritu”, pensé.

Sin dudarlo, volví a colocarme la capucha en la cabeza y me fui corriendo por el camino de tierra recordando la cantidad de veces que me había sorprendido la lluvia, y lo divertidas que habían sido.

Quizá porque la lluvia trae consigo algo mágico que nos revitaliza y nos hace conectar con la vida; que revive la alegría y la inocencia de los juegos -sin juguetes ni aparatos electrónicos- de la infancia en los que el agua y la imaginación son los principales protagonistas.

Tal vez por que el sonido de la lluvia y el de la risa se asemejan; ambos suenan como campanillas que despiertan el entusiasmo y terminan empapándote hasta la médula.

O tal vez, porque recordamos que después de la tormenta, saldrá el sol.

O porque intuimos que después del sonido del trueno que nos anuncia un cambio inminente e imprevisto, nos empaparemos de la magia, de la abundancia y de la alegría de la vida.

Al cabo de un rato paró de llover, y dejé el camino amplio y transitado para tomar un atajo montaña arriba.

A mitad del asenso, me crucé con un joven adolescente con chaqueta larga impermeable de color azul eléctrico que bajaba solo, con un paraguas abierto, el semblante serio y bebiendo de una botella de agua precisamente en el tramo mas resbaladizo, angosto, inclinado y lleno de piedras puntiagudas y filosas que sobresalen por doquier.

El contraste entre el joven y las señoras no podía ser más grande.

Había avanzado muy poco cuando empezó a llover otra vez. Y me alegré por el joven adolescente del paraguas abierto, y pensé en las señoras joviales que, para entonces -eso esperaba-, ya estarían terminado su recorrido.

@Ana Isabel Villaseñor Urrea

Muy contenta, emprendí el regreso a casa caminando bajo la lluvia, sin prisa, ni preocupación por mojarme, feliz mientras escuchaba a los pájaros cantar y observaba cómo salían de entre los árboles para beber y jugar con el agua de los charcos.

¡Ése es el espíritu!”

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